domingo, 1 de noviembre de 2015

ENSAYO 3: LA POESÍA Y LA MIRADA



Una reflexión profunda respecto del sentido de la poesía y la necesidad de su revalorización en el mundo contemporáneo, debe encontrar una razón explicita que pueda esgrimirse como fundamento, al menos para el debate y la puesta en consideración de la opinión pública.
En principio, debo decir que llama mucho la atención el repliegue que ha tenido el discurso poético, más acentuado posiblemente en estas dos últimas décadas de producción, respecto de otros discursos literarios. Repliegue que se constata, por ejemplo, en la cada vez menor inclinación de las editoriales por asumir riesgos comerciales o de inversión sobre autores u obras para promoverlas. Caso contrario ha sucedido con la ficción, la narrativa o la llamada “novela histórica”, genero bastante controversial, por otro lado.
Si uno observa, otro ejemplo, la gran cantidad de concursos literarios que existen hoy, por lo menos en la lengua hispana, verá claramente como solamente tres de cada diez convocatorias están dedicadas a la poesía. Y con mucho más frecuencia a otras expresiones literarias (cuento, novela, guiones, periodismo, etc.) ¿Se reduce todo al final a la ley de la oferta y la demanda? Y la verdad creo que no. Pero intentaré volver sobre esto más adelante.
Hoy la poesía se sostiene, centralmente, con el esfuerzo económico de los poetas, interesados en hacer conocer sus poemas, sus obras o sus creaciones. Y éste proceso no tiene en principio visos de modificación por lo menos en el corto plazo. Una pregunta que nos podemos hacer entonces es la siguiente ¿qué pasó acá?, ¿qué hay del discurso poético que de alguna manera se replegó hacia las trincheras, o los márgenes más artesanales de la industria literaria?
Un primer intento de responder a ésta pregunta es definir con claridad la potencia del discurso audiovisual (especialmente el cine y la televisión) en la sociedad contemporánea y su preminencia sobre otras expresiones artísticas. En éste marco, la literatura hasta pasa a ser subsidiaria de la industria cinematográfica o televisiva, y con ello, éstas últimas, la parasitan y la terminan estrangulando. Para el hombre de nuestra época la imagen es más potente que la imaginación. Lo uno es un producto. Lo otro es un proceso. La construcción de un discurso audiovisual es mucho más efectivo, es cierto, que la endeble percepción de un trazo convertido en signo y al que hay que seguir a lo largo de un papel, hoja tras hoja, horas tras horas. Enfrentarse con la imagen es mucho más práctico que construirla pacientemente dentro de uno mismo. Y así, además, ganamos tiempo. Nos llevará poco más de una hora y media de nuestro tiempo conocer y disfrutar la obra de las Mil y Una Noche, en la versión de Pier Paolo Pasolini, llevada al cine; en contraposición a los 12 volúmenes de la primera versión europea de Antoine Galland, de la misma obra. Dos hora y diez y nueve minutos de youtube para ver Don Quixote, en película, una muy buena producción inglesa del año 1999, antes que adentrarse en las 1165 páginas de los tomos uno y dos de Don Quijote de la Mancha en la edición de RBA Editores de 1994. Y así con cada una de las obras que uno recuerde. Por algo Gabriel García Márquez jamás permitió que se lleve al cine Cien Años de Soledad, quizás porque entendió cabalmente que si la literatura se destina a ser subsidiaria o proveedora de la industria audiovisual estará cavando su propia tumba.
Sin embargo éste proceso en la actualidad es arrollador.
Por el contrario, la literatura ha sido históricamente, una de las más potentes usinas de la imaginación. Y muy especialmente la poesía. Recomiendo en éste punto la magistral exposición que hace Octavio Paz en su ensayo El Arco y La Lira, en torno del lugar de la poesía en la condición humana. Y yo agregaría en la cognición humana. Porque la imaginación es un proceso mental complejo que produce un tipo muy peculiar de saber. Hasta me siento inclinado en afirmar que no habría posibilidad de pensamiento complejo sin la capacidad imaginativa que es su sustrato y condición de posibilidad.
Sin embargo entiéndase bien. La tesis no es que la imagen revoca la imaginación. No, no es así. La imagen posibilita la imaginación, pero también y sobre todo, la condiciona. Don Quijote se enfrentó con la imagen de Dulcinea, pero escogió la fe en su propia imaginación. No permitió que aquello que veía en vivo y en directo, fuera lo que era. Él, escogió lo que creía ser. Enfrentarse con la imagen es en algún punto petrificar a la palabra. ¿No afirmaban los griegos acaso que cualquier guerrero que “se atreva a mirar la Medusa a los ojos sentirá cómo la rigidez se apodera de sus brazos y sus piernas, antes de que esta temible criatura, cuya cabeza está poblada por serpientes en lugar de cabellos, destruya la estatua del guerrero petrificado”? Es que la imagen, al ponernos las condiciones de lo que mirar, en algún punto nos va petrificando y nos va volviendo cada vez más rígidos. Contrariamente, la imaginación nos libera. “¡La imaginación al poder!”, gritaban en el mayo francés los estudiantes, y ese grito significaba también, no matemos la palabra, y desde luego tampoco la poesía. La imagen siempre nos va a hablar del sinsentido del mundo, la imaginación por el contrario, de las posibilidades del hombre. Y aún no hemos inventado elemento tan determinante para desarrollar nuestra imaginación como la palabra, y sus infinitas posibilidades de asociación que se abren y expanden, en cada término leído. El verdadero Big Bang ha sido sin lugar a dudas el tiempo donde hablar era crear. Aquel momento donde estalló la identidad entre la cosa y el nombre. La cosa fue mundo y el nombre fue palabra. Y esa onda expansiva aún hoy fluye entre nosotros y las cosas.
Hoy, no obstante, el mundo da la impresión de que está en un proceso de franca contracción. Hoy tal parece que todo se está comprimiendo. Los motores de los autos, los artefactos electrónicos y tecnológicos, los lenguajes que utilizamos, los horarios que disponemos. También la literatura. Micro poemas. Micro relatos. Poemas en tweets. Y esto sea quizás porque necesitamos de más tiempo para extasiarnos ante el aluvión de estímulos audiovisuales que cotidianamente recibimos y necesitamos: la televisión, la PC, el teléfono móvil, la publicidad. Sin dudas el signo de los tiempos es la contracción y la aceleración. Y esto no es malo ni bueno, en sí mismo. Creo eso sí, que ambas características obedecen a un mismo patrón: una exacerbada exposición a la imagen.
La producción literaria no está al margen de éste proceso. Por eso vemos a los autores con tanta frecuencia tratando de adaptarse a un mundo que se contrae y se acelera espasmódicamente. Cuando debemos asumir que ambas características son precisamente anti-literarias, o la negación misma de la literatura. La obra literaria, y más aún la obra poética, es esencialmente expansiva y pausada. Y no estoy hablando ni del tamaño de una obra ni de su ritmo. Solo digo que la literatura no debe contraerse en términos de posibilidades de asociación, por el contrario debe expandirse hacia lo inmemorial; solo digo que la literatura no debe ser una vorágine persistente de estímulos difusos por consumir, sino una deglución paciente de significación.
Ahora bien, la situación de la literatura no es toda la misma. Por eso no es una cuestión de oferta y demanda, como sostenía al principio. La narración (la novela, el cuento, los relatos) conserva un lugar, todavía con ciertos privilegios, en éste mercado de la significación. Incluso lo hace a expensas de saberse proveedora o sostén de la industria audiovisual. Sin embargo la poesía, ¡hay la poesía!, patalea por no ahogarse en el margen del olvido. La producción poética, especialmente de la última década parece sometida a lo menos destacado de su producción. Sin estímulos, ni material, ni de otro tipo. Condenada a ghettos o a comunidades reducidas donde los poetas se dan ánimo en micro climas de autoreferencia y desazón. El tiempo histórico, no premia a la poesía. ¿Hay un agotamiento cultural respecto de éste arte, puntualmente?
Este es el tema que motivó esta suerte de ensayo en torno de la poesía y su necesidad. En principio, diría que no. Que la cultura no se agota de sus artes, porque ello es su nutriente. Prueba de esto es la inmensa cantidad de escritores que persistentemente siguen resistiendo tozudamente y que cada tanto hacen blandir versos memorables, que salen de, y van, al corazón de la cultura. Pero sí es un hecho fácilmente constatable, que es muy poco probable llegar a  masificar una obra poética como se hacía en otros tiempos. Podemos llegar a “viralizar” frases, versos, tweets, o voces de Porchia para escribirlo en algún perfil, pero una obra no, imposible. Hagan una prueba sino (como yo lo hice en Chaco y en Corrientes). Vayan a cualquier librería importante y pidan para que les indiquen la sección de libros de poesía. Vean entonces que encuentran. La poesía existe, pero en olvidados anaqueles de inmensas estaturas. Con frecuencia hay que traer una escalera para alcanzarlas de ese alto rincón al que fueron confinados. Y otro dato. Solamente se encuentran clásicos o autores ya consagrados. Es una absoluta excepción encontrar autores noveles o poco conocidos. Los autores de poesía están excluidos por lo general de las cadenas de distribución masivas y de las firmas más conocidas. Insisto, salvo honrosas excepciones.
¿Es un problema de la oferta existente? ¿Se está escribiendo peor que en otras épocas? Y en definitiva ¿cuál es el destino de la poesía y por qué es menester promover el regreso de la poesía?
Creo francamente que el problema no es una cuestión de oferta ni de estética (¡nunca el problema es una cuestión estética!) Me inclino más a pensar lo que decía Octavio Paz en el trabajo ya mencionado “la poesía es un alimento que la burguesía – como clase – ha sido incapaz de digerir”. El mundo de la burguesía ha sido y es contemplativo, y que nada ni nadie inmute ni perturbe ese enfrentamiento virtual con una imagen que está, es y será, de ese modo. Sentado frente a su televisor o en una sala de cine, con sus palomitas de maíz y su gaseosa espumante, el hombre contemporáneo consume, y paga para hacerlo, las sombras (las imágenes) que se proyectan sobre la pared de la caverna. Ahí están sus valores, su ética, su estética, su filosofía, su moral, su fe y su ideología. Y el hecho de que todo eso junto sea coincidente  con la ideología impuesta o dominante, es mera coincidencia.
Por su parte la poesía es una forma de mirar el mundo. De imaginarlo, y al hacerlo de crearlo o recrearlo. La poesía es una mirada. No es otra cosa. Peirre Teilhard de Chardin, un contemplativo que eligió no serlo, escribió alguna vez refiriéndose al fenómeno humano, una sentencia que sintetiza como una consigna, como un latigazo, nuestro permanente dilema “ver o perecer”. La poesía opta siempre por mirar. Que es todavía más que ver. Por eso incomoda, cuando no aburre o pasa de moda. Aquel que es capaz de mirar, se apodera de lo que observa y lo devuelve resignificado. Y así se va construyendo un significado distinto, de boca en boca, donde todos (poetas y lectores) de algún modo participan. La poesía es una mirada colectiva que un poeta singular nos ha representado.
Pero no es cualquier mirada. Creo yo que es, o debiera ser, al menos desde mi concepción, una mirada de apertura. Una forma de mirar que nos recuerde permanentemente nuestras primeras formas de mirar, cuando todavía no estaban las certezas, ni las filosofías, ni las ciencias, ni la religión. Cuando el juglar se hacía de la palabra y de una lira, o de lo que tenía para acompañarse, y le contaba (y le cantaba) a los otros hombres, sobre las cosas de la vida, sobre las cosas de la muerte. Es decir cuando los hombres todavía imaginaban que el mundo caótico, impredecible, atemorizador, en el que vivían era un lugar que efectivamente, valía la pena.
Ahora bien, aquel mundo caótico, impredecible, atemorizador, ¿aún vale la pena?

Marcelo González, Poeta
Resistencia, Chaco.
01 de Noviembre de 2015

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